CELEBRAMOS EL CENTENARIO DE GIANNI RODARI
Para celebrar el centenario de Rodari que se celebra el 23 de octubre de 2020 y como broche final a todo un curso en el que hemos conocido su obra y hemos tratado de trabajar con sus propuestas para crear nuestras propias historias fomentando la imaginación y la creatividad, os proponemos ver y leer alguno más de sus cuentos por teléfono como:
- EL EDIFICIO QUE HABÍA QUE
ROMPER
- CONFUNDIENDO HISTORIAS
- A JUGAR CON EL BASTÓN
- ENSALADA DE CUENTOS
Comenzamos con:
EL EDIFICIO QUE HABÍA QUE ROMPER.
¿Has sentido alguna vez ganas de
hacer algo que no debes o que no te atreves?
Por supuesto me refiero a cosas
que no puedan hacer daño a nadie, es decir hacer alguna tontería porque sí.
Yo por ejemplo siempre he tenido
ganas de dar un pisotón a un tubo de pasta de dientes.
¿Cuál se te ocurre a ti? ¿nos lo
cuentas? Haz un dibujo.
EL EDIFICIO QUE HABÍA QUE ROMPER
Hace tiempo, la gente de Busto Arsizio estaba preocupada porque los niños lo rompían todo. No hablamos de las suelas de los zapatos, de los pantalones y de las carteras escolares, no: rompían los cristales jugando a pelota, rompían los platos en la mesa y los vasos en el bar, y si no rompían las paredes era únicamente porque no disponían de martillos.
Los padres ya no sabían qué hacer ni qué decirles, y se dirigieron al alcalde.
—¿Les ponemos una multa? —propuso el alcalde.
—Muchas gracias —exclamaron los padres—, pero así, los que tendríamos que
pagar los platos rotos seríamos nosotros.
Afortunadamente, por aquellas partes hay muchos peritos. De cada tres personas una es perito, y todos peritan muy bien. Pero el mejor de todos era el perito
Cangrejón, un anciano que tenía muchos nietos y por lo tanto tenía una gran
experiencia en estos asuntos. Tomo lápiz y papel e hizo el cálculo de los daños
que los niños de Busto Arsizio habían causado rompiendo tantas y tan bonitas
cosas. El resultado fue espantoso: milenta tamanta catorce y treinta y tres.
—Con la mitad de esta cantidad —demostró el perito Cangrejón— podemos
construir un edificio y obligar a los niños a que lo hagan pedazos; si no se curan
con este sistema, no se curarán nunca.
La propuesta fue aceptada y el edificio fue construido en un cuatro y cuatro ocho
y dos diez. Tenía siete pisos de altura y noventa y nueve habitaciones; cada habitación estaba llena de muebles y cada mueble atiborrado de objetos y adornos,
eso sin contar los espejos y los grifos. El día de la inauguración se le entregó un
martillo a cada niño y, a una señal del alcalde, fueron abiertas las puertas del
edificio que había que romper.
Lástima que la televisión no llegara a tiempo para retransmitir el espectáculo.
Los que lo vieron con sus ojos y lo oyeron con sus oídos aseguran que parecía
—Dios nos libre— el inicio de la tercera guerra mundial. Los niños iban de habitación en habitación como el ejército de Atila y destrozaban a martillazos todo
lo que encontraban a su paso. Los golpes se oían en toda Lombardía y en media
Suiza. Niños tan altos como la cola de un gato se habían agarrado a armarios tan
grandes como guardacostas y los demolieron escrupulosamente hasta que sólo
quedó un montoncito de virutas. Los bebés de los parvularios, tan lindos y graciosos con sus delantalitos rosa y celeste, pisoteaban diligentemente los juegos
de café reduciéndolos a un finísimo polvo, con el que se empolvaban la nariz.
Al final del primer día no quedó ni un vaso entero. Al final del segundo día escaseaban las sillas. El tercer día los niños se dedicaron a las paredes, empezando
por el último piso; pero cuando llegaron al cuarto, agotados y cubiertos de polvo
como los soldados de Napoleón en el desierto, se fueron con la música a otra
parte, regresando a casa tambaleantes, y se acostaron sin cenar.
Se habían ya desahogado por completo y no encontraban ya ningún placer en
romper nada; de repente, se habían vuelto tan delicados y ligeros como las mariposas, y aunque hubiesen jugado al fútbol en un campo de vasos de cristal no
hubiesen roto ni uno solo.
El perito Cangrejón hizo más cálculos y demostró que la ciudad de Busto Arsizio
se había ahorrado dos remillones y siete centímetros.
El Ayuntamiento dejó libertad a sus ciudadanos para que hiciesen lo que quisieran con lo que todavía quedaba en pie del edificio. Y entonces pudo verse como
ciertos señores con carteras de cuero y con gafas de lentes bifocales —magistrados, notarios, consejeros delegados— se armaban de un martillo y corrían
a demoler una pared o una escalera, golpeando tan entusiasmados que a cada
golpe se sentían rejuvenecer.
—Esto es mejor que discutir con mi esposa —decían alegremente—, es mejor
que romper los ceniceros o el mejor juego de vajilla, regalo de tía Mirina…
Y venga martillazos.
En señal de gratitud, la ciudad de Busto Arsizio le impuso una medalla con un
agujero de plata al perito Cangrejón.
¡FELICES
LECTURAS Y BUENAS HISTORIAS!